lunes, 2 de noviembre de 2015

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE...

   A lo largo de los años y en distintas plataformas he asistido al recurrente debate sobre la diferencia entre sumisa y esclava. Puesto que no contamos con ningún organismo oficial que defina nuestras prácticas, no quedan más que las opiniones personales sobre cada término. Si somos incapaces de definir de modo unitario qué es algo general como el BDSM ¡cómo para ponernos de acuerdo en particularidades! Así, supongo que este debate se repetirá una y otra vez hasta la saciedad.

   Pero no es de la diferencia entre esos términos sobre lo que quiero reflexionar hoy. Eso es algo muy personal y cada uno lo definirá como dicten sus experiencias, sus ideas y sus valores. Eso da igual. Lo que me llama la atención es esa aparente necesidad que tenemos de poner nombre a todo, de clasificar y etiquetar. ¿A qué se debe? ¿Qué aporta?

   Sin duda, para comunicarnos, es necesario nombrar a las cosas de algún modo para referirnos a ellas. Así, cuando decimos "mesa", todos sabemos de lo que hablamos. Claro que en la mente de cada uno tendremos una imagen distinta. Algunos pensarán en la mesita de café que tienen ante su sofá, otros en la mesa de su despacho, otros en la gran mesa del salón o en la pequeña mesa de la cafetería donde desayunan. Todas tienen cosas en común pero también son muy diferentes. El problema es que el nombre general es el mismo para todas. Eso sí, a nadie se le ocurre ponerse a discutir porque "una mesa tiene que ser grande", "tiene que tener cuatro patas" o "tiene que ser de madera". Todos asumimos y aceptamos que existen muchísimos matices, formas, tamaños y colores y que, no por eso, unas son menos mesas que otras.

   Sin embargo, cuando hablamos de roles o prácticas que implican sentimientos la cosa se complica muchísimo. Especialmente cuando no están regulados de modo oficial, como ocurre en el BDSM. Y ésto suele generar intensos debates. Las controversias, en mi opinión, son buenas; obligan a la persona a argumentar sus opiniones para poder sostenerlas frente a las opiniones contrarias. Y eso, por fuerza, nos hace reflexionar. En ocasiones, nuestras opiniones se afianzarán, en otras evolucionarán y en otras incluso pueden cambiar a la opinión opuesta. Nunca he pensado que la finalidad de un debate sea convencer a nadie de tu punto de vista. Se exponen, se argumentan y se comparan con los contrarios. Pocas cosas cuentan con una única verdad absoluta, especialmente si hay sentimientos de por medio. Por tanto, es perfectamente factible que existan opiniones contrapuestas y que ambas sean ciertas, ya que lo que vale para uno no necesariamente debe valer para otros.

   Entonces... ¿a qué esa manía de nombrar todo? No se los demás, pero para mí es una cuestión de economía del lenguaje. Es mucho más fácil decir "sumisa" que "persona que disfruta poniéndose al servicio de otra, ofreciéndole su obediencia y cediéndole el control de diversos aspectos de su vida". Pero no solo es una cuestión de economía. Hay otra más importante aún para mí. Al definir (es decir, "fijar con claridad, exactitud y precisión el significado de una palabra o la naturaleza de una persona o cosa") me obligo a pensar en ello, a profundizar y a no quedarme en la superficialidad; a buscar la coherencia interna entre mis principios, valores y creencias y el nombre que uso para cada cosa. A fijar los matices, en definitiva. Claro que estas definiciones solo me sirven a mí. Cuando hablo con otras personas no hay más remedio que exponer todos esos matices y, ¡gracias a quién corresponda!, nuestra lengua española es riquísima en adjetivos con los que completar la imagen que tenemos en mente.

   ¿Cuál es el problema entonces? El problema es que tenemos tendencia a quedarnos en el nombre y no mirar qué hay detrás de él. Nos dedicamos a discutir si es un sillón o un butacón (seguro que hay diferencias, muchos lingüistas opinan que no existen los sinónimos absolutos) en lugar de sentarnos en él y disfrutar su comodidad. Y lo único cierto es que, cuando me lo lleve a casa y me siente en él a leer un libro, cuando disfrute de su confortabilidad, su calidez, su piel, sus cojines... realmente me dará igual que el vendedor lo llamase de un modo distinto a como yo lo llamo.

   Para mí el BDSM está constituido por un conjunto de prácticas y, lo que les da sentido, es el sentimiento que ponemos en ellas. Y esos sentimientos son individuales e intransferibles. Cuando nombro a alguien lo hago según mis ideas, no las suyas, porque así organizo mi mundo. Pero eso no significa que esa persona se equivoque al definirse como "sillón".  Simplemente en mi orden encaja mejor como "butacón". ¿Soy sumisa, soy esclava, soy brat, soy mascota, soy bottom...? Pues probablemente dependerá de a quién se le pregunte. Total, ahora está de moda definir como "pseudo" a todo aquel que no encaje con nuestro modo de hacer las cosas. Lo único que me importa es cómo me defina yo. ¿Y cómo me defino a mí misma? No lo hago, porque lo que soy y lo que hago, lo que siento, lo que expreso, lo que vivo, lo que entrego y lo que recibo, no está condicionado por un nombre.

   Hace muchísimos años, cuando era niña, (bueno, no tantos años) leí un pequeño relato. Resumiré lo que recuerdo: Hubo una reunión entre personalidades de todo el mundo. Unos gritaban "peace", otros "paz", otros "paix", "frieden", "mír", "cbet", "paqe"... Tantos nombres distintos que nadie se entendía ni se ponía de acuerdo. Al final, alguien dibujó una paloma y puso fin a la discusión, pues todos comprendieron su significado.

   Si lo llamamos sumisa, brat, esclava, little girl, mascota... todos estaremos de acuerdo en que son cosas distintas, aunque esas distinciones varíen según opiniones. Si mostramos una imagen de alguien arrodillado ante otra persona, todos veremos lo mismo, matizado por nuestros valores y creencias, pero con la misma esencia.

   Las palabras separan, los símbolos unen.

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