Me gusta ver
cosas hermosas; contemplarlas, disfrutar de su armonía y de las
sensaciones que transmiten. Hay fotografías de estudio de temática
BDSM que son auténticas obras de arte. Llenas de belleza, sin duda
un placer para la vista. En ellas se ven “sumisas” (modelos)
contorsionándose en posturas imposibles del shibari; mostrando las
perfectas líneas de sus cuerpos, desnudos o aprisionados en esos
maravillosos corsets que tanto estilizan; sirviendo al “Amo”
(modelo) desde la altura de sus interminables tacones de aguja;
adoptando posturas humildes para ser azotadas de mil y una formas
distintas... Me encantan, de verdad. No las fotos burdas de un
dominante mostrando su virilidad, sino las obras de arte de estudio,
dignas de estar en una galería fotográfica... Pero luego pienso en
qué significa la sumisión para mí y llego a la conclusión de que
ninguna de esas maravillas me representan.
Es una delicia
sentirse atada, ser la percha para esos intrincados nudos que se
clavan, excitan, marcan... ¡Y qué decir de los azotes! Estar a
merced de alguien a quien cedes el poder de hacer con tu cuerpo lo
que te plazca... O lucir esas joyas de ropa fetish que tanto
favorecen... Me gustan todas estas cosas y muchas más... Pero no,
ninguna de ellas me definen como sumisa. Todo ésto, para mí, no
dejan de ser “juegos” dentro de la relación; contribuyen a crear
ambiente, a dar y recibir placer, pero mi sumisión sería igual sin
ellos (bueno, quizás menos divertida ;) ).
No me define
como sumisa el número de azotes que soporto, tampoco mi lista de
límites o mi destreza en según que prácticas. La parte física es
placentera y deseable, pero lo que me marca es la parte mental. La
sumisión para mí no depende de las aptitudes, esas se desarrollan
con el tiempo y la práctica. No. Lo que realmente me importa es la
actitud. Y esa, intento demostrarla y vivirla en los pequeños
detalles. Esos que pasan desapercibidos a la mayoría; esos que
pertenecen solo a la pareja, que demuestran conocimiento, confianza,
complicidad... Ese anticiparse a los deseos del Amo; sorprenderle con
cualquier detalle que sabes que le gusta; mostrar sumisión en las
rutinas diarias, cocinando sus platos preferidos, asegurándote que
su copa esté siempre llena, no interrumpiéndole cuando habla,
¡dejándole la última cucharada del postre!, hablando sin imponer
tu criterio, pidiendo sin usar imperativos (no es lo mismo “vamos
al cine” que “¿te apetecería ir al cine?”), dejándole el
mejor cojín del sofá, calentando su lado de la cama en invierno...
¡Hay mil detalles! En realidad, según mi modo de verlo, la sumisión
y la Dominación son, en objetivos, iguales. Ambas deben buscar la
felicidad del otro, cada una con las “armas” propias de su rol.
No me define estar de rodillas o ser azotada; lo que quiero, lo que
intento que me defina como sumisa, es la búsqueda de la felicidad de
la persona a la que me entrego. Persona, por otra parte, que a su vez
busca la mía.
Nunca me he
sentido más sumisa que cuando no he querido serlo. Cuando todo es
bonito, no hay problemas, la relación fluye, estás disfrutando...
¡qué fácil es! Pero las cosas se tuercen, se discute, los
problemas del día a día agobian, el collar pesa y solo quieres
arrojarlo lejos... y, sin embargo, ahí sigues. Muestras tu sumisión
aunque en ese momento desearías darle una patada. Haces honor a tu
compromiso y hablas, hablas y hablas con tu Amo para reconducir la
situación. Y cuando las cosas comienzan a fluir de nuevo, entonces
te das cuenta de que ahí está el secreto para que funcione. En
dejar de lado el egoísmo y pensar en el otro (ambas partes). En
cuidar los detalles, los que no se ven, los que no se cuantifican,
los que pasan desapercibidos, los que más cuestan, los que más
valen, en definitiva... los que marcan la diferencia.
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